Fue la década pasada y gracias a las gestiones realizadas por mi colega y amiga Ziza Fernandez, fui invitado al Festival Hallel en Maringá -Brasil. Era un verdadero desafío cantar en un idioma que no es es tuyo y además ante un auditorio tan grande como suele pasar en los eventos católicos brasileños. Recuerdo que los organizadores estaban “tristes” ya que la fuerte lluvia y otros factores habían mermado la asistencia al festival ese año, al punto de recibir “sólo” 12,000 personas, jejeje. Daniel Poli también estuvo invitado a dicho festival.
Durante los días del evento todo fue un continuo aprendizaje, observando el despliegue técnico (muy sofisticado y profesional), el gran esfuerzo de organización humana y logística, el aspecto espiritual nunca descuidado y sostenido con la presencia del Santísimo Sacramento durante todo el evento y por supuesto el interminable desfile de excelentes bandas y solistas en el escenario.
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Mi participación musical creo que fue aceptable, pero hasta el último día del Festival mi material musical no estaba teniendo la aceptación esperada (mejor dicho, no había vendido nada…jejeje) y aunque toda misión siempre es una bendición, el regresar a casa sin vender nada de material nos originaba una seria complicación económica familiar. Preocupado por la situación estuve en el stand de ventas tratando de saludar y conversar con la gente en “portuñol” para ver si mejoraba en algo esa situación. De pronto Dani Poli, me dijo: “¿Qué haces aquí che?, te estás perdiendo lo mejor”. En el escenario central se llevaba a cabo un momento de adoración eucarística y luego la Misa final.
Durante el momento de la adoración, dirigió la alabanza Eugenio Jorge (gran músico católico brasileño) y fui testigo por primera vez de una lección de música y fe extraordinarias. Comenzó a cantar canciones clásicas de adoración que todo el mundo empezó a corear, matizando dichas canciones con intervenciones apacibles y una voz llena de paz. Luego, casi sin darnos cuenta toda la multitud repetimos un estribillo conocido hasta volverse paulatinamente un profundo silencio. ¿Y el músico?. Pues seguía allí tocando, pero al mismo tiempo había “desaparecido”. Nadie pensaba en él ni en lo que cantaba sino que todos nos habíamos quedado “literalmente” a solas con Dios. No hicieron falta gritos, llantos, ni exhortaciones. Incluso en un momento, ni siquiera hizo falta música. Simplemente el Maestro envolvió el lugar con su sola presencia (1 Reyes 8, 10). Luego vino la alabanza y todo se volvió una fiesta, pero esos instantes de “desaparición” del músico fue lo que más me impactó aquella tarde.
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Luego, fue Poli quien me instruyó sobre el don de la desaparición en la música. El don de hacerse “nada” frente a aquel que lo es “todo”. El don de dejar a la gente a solas con Dios, y como músicos, ocupar el lugar que nos corresponde a los pies del Maestro, contemplando también su majestad. Son esos momentos en que literalmente se cumple el deseo de Juan Bautista: “que él crezca y yo disminuya” (Juan 3, 30). Es allí cuando entiendo al Papa Benedicto XVI a quien le gustaba hacer las adoraciones totalmente “en silencio” en las Jornadas Mundiales de la Juventud. ¿Y es que, teniendo la gracia de su presencia real, hace falta más? En Brasil finalmente tuve una venta muy pequeña, pero me llevé algo mucho más importante: una gran lección de fe, humildad y buena música de parte del maestro Eugenio Jorge (¡Mil gracias hermano!). Invito a todos mis colegas a orar para que Dios nos conceda este “don de la desaparición” y nos quite las ganas de copiar estilos, gestos y formas propias de otras asambleas donde no se cree en la presencia real de Jesús en la Eucaristía.