Las cicatrices producto de actos de amor supremo, llegan al cielo

En el último Domingo de la Ascensión, el Papa Francisco reflexionó sobre las llagas de Jesús, como un “regalo” que le lleva al Padre en su cuerpo resucitado como la evidencia del precio que pagó por nuestros pecados. El concluye que “mirando las llagas de Jesús, el Padre se vuelve más misericordioso, más grande y nos perdona siempre”. (Introducción al Regina Coeli del 01 de Junio en la Plaza San Pedro). Realmente es un misterio y al mismo tiempo un prodigio como el cuerpo glorioso de Jesús conservó las cicatrices de las llagas de la crucifixión (manos, costado y pies) tal y como queda evidenciado en el encuentro que tuvo con sus Discípulos (Lucas 24, 39) y específicamente con el apóstol Tomás (Juan 20, 27). ¿Por qué un cuerpo resucitado y glorioso, restaurado por completo de la muerte, sin embargo tenía que mostrar estas cicatrices? ¿Fue solo para que lo reconocieran, o podemos concluir algo mucho más profundo?

Me atrevo a imaginar que Jesús con este gesto de conservar sus llagas nos quiere decir que nosotros también nos llevaremos al cielo aquellas cicatrices producto de las heridas que nos dejen aquellos actos de amor supremo que en nuestra vida seamos capaces de hacer. Y es que este tipo de “cicatrices” serán sin duda como “condecoraciones” en un cuerpo resucitado, serán como “diademas” cuando lleguemos (Dios mediante) al paraíso. Pienso en aquellas madres que rechazan toda posibilidad de aborto y se sacrifican con tal que su bebé nazca sano y salvo, incluso cuando su propia vida está en peligro. Pienso en algún hijo o hija que “sacrifica” su juventud y su tiempo libre por mucho tiempo, para cuidar a su madre enferma. Pienso en los padres que reciben con sincera alegría a su niño o niña con alguna patología o limitación física severa, que les obligará a darle cuidados especiales y tratamientos carísimos de por vida. Pienso en las muchas personas que pasan por enfermedades terribles y que sin embargo, las convierten en ocasiones para testimoniar el amor de Dios, hasta el último instante.

Mis padres cuidaron a mi abuela durante tres años, dejando una noche en medio de una penosa enfermedad. Este trajín les implicó a los dos un sacrificio tremendo que les afectó su propia salud. En una oportunidad, y dejándome llevar por la “practicidad” de estos tiempos, le pregunté a mi padre: ¿y porque no contrataron a una enfermera o no la internaron en una casa de reposo? El me respondió: “Conociendo a tu abuela, ella no se habría dejado atender por nadie que no seamos nosotros (sus hijos) y dejarla en una casa de reposo sería como decirle que se muriera de una vez”. Sus ojos ya se le habían llenado de lágrimas y los míos también dicho sea de paso. Ese día entendí mejor aquel versículo: “el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Marcos 8, 35)

A veces vivimos solo en función a esta vida humana, buscando confort, comodidad, poder, fama o incluso una vida mínimamente “digna”, rechazando cualquier cosa que implique un sacrificio o entrega extraordinarios. Muchas veces decimos: “porque privarme de algo, si tengo derecho a ser feliz”. Pero aquel que le encuentre sentido a este amor supremo, alcanzará precisamente la verdadera y eterna felicidad. No solo “dando” sino “dándose”.