Son conocidos algunos relatos de santos y su peculiar relación con los animales. El más popular quizás es San Francisco de Asís, cuando al visitar a un Sultán Árabe para intentar buscar la paz entre cristianos y moros, fue recibido por un par de fieras que al verlo, lejos de atacarlo se dejaron acariciar por Francisco ante la mirada atónita de los soldados musulmanes. Igualmente San Antonio de Padua, cansado de predicar a la gente sin ser escuchado, se fue al mar a predicar la Palabra de Dios. Grande fue la sorpresa de los pescadores del lugar cuando vieron a los peces saltando alegremente frente al santo durante su prédica. También San Martín de Porres, quien se hizo famoso por lograr hacer comer del mismo plato a un perro, un ratón y un gato, normalmente irreconciliables rivales en el mundo animal. O Santa Rosa de Lima, quien “conversaba” con los mosquitos de su jardín para que no le picaran mientras oraba en su hermita (pedido que por supuesto era acatado por los obedientes insectos).
Les confieso que antes me resistía a creer en la total veracidad de estos relatos. Andaba muy influenciado por una teología católica que busca explicaciones razonables a TODO en la Biblia, como por ejemplo que Moisés y el pueblo judío cruzaron el Mar Rojo cuando bajó la marea, o que la multiplicación de los panes en verdad fue el compartir solidario de la comida que la gente ya tenía en sus alforjas, etc. Pensaba que estos relatos seguramente fueron exageraciones de algunos cronistas cristianos de la época, para animar la fe de las siguientes generaciones, basándome en el irrebatible argumento de que los animales no tienen inteligencia ni voluntad, por lo que es imposible que tengan este tipo de comportamientos más allá de lo instintivo. No tomaba en cuenta que “para Dios NADA es imposible” (Lucas 18, 27).
Hasta que hace algunos años atrás en la ciudad de Juanjui, departamento de Pasco, sucedió lo inesperado. Ofrecíamos un concierto al aire libre en horas de la tarde cuando de pronto un grupo de murciélagos comenzaron a volar “alegremente” por el escenario. El público, acostumbrado al alborotado vuelo de estos animalitos ni se inmutó por su presencia, pero los citadinos músicos que estábamos en el escenario no podíamos evitar hacer maniobras de boxeador ante “Batman” y sus amigos. A duras penas pudimos continuar con el concierto ante la risa del público al ver nuestro desconcierto en el escenario, hasta que apareció el Santísimo Sacramento según lo planificado para el final del evento. De pronto los mencionados animales “suspendieron” súbitamente sus incursiones en el escenario y permanecieron “respetuosamente” estacionados en algún árbol, mientras los cantos de adoración fluían entre el público. Tan pronto el sacerdote culmino la procesión final con Jesús Eucaristía, los animales volvieron a alborotarnos el escenario para las dos canciones finales. Esta eventualidad yo la tome como una amorosa lección de Dios a mi terco racionalismo de aquella época. Con el tiempo comprendí que no solo nada es imposible para Dios, sino que “todo es posible para aquel que cree” (Marcos 9, 23). Hay que dejarle espacio en nuestra mente y nuestro corazón a la acción extraordinaria del amor de Dios. Dejarnos cautivar y enamorar por sus manifestaciones amorosas, que a veces pueden resultar inexplicables o imposibles.