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Ignorando las bendiciones
Parece ser que la ingratitud fuera parte de nuestra naturaleza. Ya desde el Génesis, Dios nos advierte que esta sería una de nuestras debilidades a trabajar. Tras el pecado original, Dios interroga a Adán y éste le responde: “La mujer que me diste por compañera, me dio del árbol y comí” (Génesis 3, 12). Vean como Adán traslada la responsabilidad de su error a la mujer y por último a Dios mismo. El hombre recibe un paraíso, una inteligencia superior, una compañera excepcional y gran cantidad de bendiciones (Génesis 2, 23). Sin embargo, termina culpando a Dios por las consecuencias de su propia desobediencia.
También recordamos la ingratitud del pueblo hebreo. Este fue liberado por Dios a través de Moisés de la esclavitud de Egipto con hechos prodigiosos. Todo ello lo olvidó fácilmente al pie del monte Sinaí, eligiendo adorar a un becerro de oro (Éxodo 32, 1 – 6).
En el Evangelio está el episodio de los diez leprosos que se acercaron a Jesús pidiendo misericordia. Él les indica que deben presentarse con los sacerdotes pero en el camino, quedaron sanados. Sin embargo, solo el samaritano regreso a dar gracias dando gloria a Dios. Jesús no deja inadvertido el hecho y pregunta por los otros nueve. ¿Dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? (Lucas 17, 17 – 18). Jesús no busca nuestra gratitud por vanagloria, sino porque un corazón agradecido es mucho más proclive a la alabanza y por último a la conversión y al amor (Lucas 7, 41 – 47).
La naturaleza de nuestra ingratitud
¿Somos ingratos con Dios porque somos malos? Yo creo que el problema radica en la pésima memoria que tenemos para recordar las bendiciones. Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles la ascensión del Jesús al cielo fue un prodigio maravilloso. San Pablo sugiere que fueron unas 500 personas quienes lo presenciaron (1 Corintios 15, 6). Sin embargo quienes se quedaron en Jerusalén, perseverando en la oración tal y como lo pidió Jesús aquel día, fueron solo 120. ¿Qué pasó con esos 380? Probablemente se llenaron de emoción durante el milagro de la ascensión, pero luego lo olvidaron y volvieron a sus quehaceres.
¿Cuál es la mejor forma de mostrar nuestro agradecimiento a Dios por las gracias recibidas? Pues el propio Jesús nos aclara: “La gloria de mi padre consiste en que Uds. den fruto abundante y así sean mis discípulos” (Juan 15, 8) ¿Y cuáles son esos frutos que debemos dar en abundancia para la gloria del Padre? Sin duda se refiere a los frutos del Espíritu Santo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y templanza” (Gálatas 5, 22 – 23).
Una pequeña auto crítica
Vale la pena entonces preguntarse: ¿Nuestra personalidad tiene estas características? ¿Somos amorosos, alegres, amables y pacíficos? ¿Somos afables, bondadosos, dignos de confianza, pacientes y con dominio de sí? Comportándonos de esta manera es que mostramos gratitud a Dios por las bendiciones recibidas. También podemos considerar las obras de misericordia como frutos agradables a los ojos de Dios. Ya sean las siete corporales y las siete espirituales hay que sumarlos a todos los gestos y emprendimientos de amor que podamos imaginar. Ser discípulos de Jesús implica no solo ser alguien con hábitos y costumbres religiosas, sino una nueva criatura nacida de su amor (Juan 3, 1 – 21). Por ello San Pablo nos pide revestirnos del hombre nuevo, y renunciar al anterior (Efesios 4, 22 – 24). Nada hace más feliz a Dios que nos hagamos discípulos de Jesús, que nos convirtamos y que lleguemos a la salvación (Lucas 15, 7).
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