La maldad puede provenir de la influencia demoníaca o de la voluntad humana trastocada por el pecado, pero en ocasiones nos suceden cosas malas que no tienen necesariamente relación directa con ambas cosas. Enfermedades, accidentes, fenómenos naturales como los terremotos, los tornados, las sequias, etc., pueden llegar a nuestras vidas causándonos mucho dolor, al punto de que podrían hacernos dudar del amor de Dios.
El numeral 385 del Catecismo de la Iglesia Católica refiere a que estas situaciones están ligadas por lo general a los “límites propios de las criaturas”. Vale decir que, a diferencia de Dios que es el único “infinito”, toda su creación material es finita y está sometida a un deterioro natural, paulatino o acelerado pero inevitable por su propia naturaleza. En otras palabras, las calamidades, los accidentes, el deceso de seres queridos y otras situaciones dolorosas no son castigos de Dios sino el deterioro aleatorio normal de las cosas creadas.
¿Y por qué me sucede esto a mí precisamente? La respuesta sería: ¿Y por qué no debería sucederte a ti, a mí o a cualquiera? ¿Acaso porque somos “buenas personas”, y debido a ello debería irnos “bien” en todo siempre? En la infinita sabiduría de Dios, el permite que todo suceda “para bien de aquellos que lo aman” (Rom 8, 28), incluso aquello que nos resulta doloroso y trágico. Debemos estar convencidos de que Dios no permitirá que seamos probados más allá de nuestras fuerzas y en todo caso, nos dará su fuerza para superar cualquier situación difícil. (1 Cor 10, 13) Por lo general, Dios permite estas situaciones para nuestro fortalecimiento, nuestro crecimiento en madurez e incluso nuestro crecimiento en el amor. Solo ante las circunstancias donde parece “reinar el mal”, pueden aflorar los sentimientos y actos de bondad, generosidad y caridad.